La trémula luz de las antorchas apenas servía para iluminar a los fieles reunidos en las catacumbas, dibujando el temblor de sus propios cuerpos arrodillados, plenos de temor y de esperanza. Su crepitar parecía unirse a sus oraciones y casi las ahogaba, pues éstas no pasaban de ser susurros que acompañaban al silencio en lugar de quebrarlo. Era necesario que así fuera, ya que el emperador Valeriano había decretado la muerte para todos los que profesaran la Fe de Cristo, y éstos habían tenido que volver de nuevo a esconder su credo en las profundidades de la tierra para no ser descubiertos.