Dorotea vio cómo su padre se despedía de alguien y cerraba la puerta de la casa, cortando así el gélido aire que procedía del exterior. Su rostro, habitualmente afable, estaba en ese momento mucho más serio de lo que su hija había visto jamás, y pensó que si había tenido tantas ganas de cerrar la puerta no era solo por el frío.
- Era un mensajero de Sapricio, el prefecto de la ciudad.
- ¿Y qué quería?
- A ti.
Dorotea entendió la turbación de su padre. Aunque la comunidad cristiana de Cesarea crecía día tras día, por la gracia de Dios, su prefecto era un pagano que aplicaba con entusiasmo los decretos de persecución del Emperador Diocleciano. Si se había fijado en ella no era por las virtudes de su alma, sino por la gran hermosura de su rostro y su cuerpo… pero, precisamente por ello, era evidente que sus intenciones no tenían nada de honesto.
- Está determinado a casarse contigo – dijo su padre -. Ha dicho que fije yo mismo la cuantía de la dote, que la pagará gustosamente.
- ¿Tú qué le has dicho?
- No le he dado ninguna respuesta. He dicho que lo pensaría.
Dorotea calló, y no queriendo que su mansedumbre le provocara un dolor innecesario, su padre le preguntó:
- ¿Qué quieres que le diga?
- No puedo casarme con él, padre. Él no me ama ni podrá jamás amarme, pues la razón por la que me quiere a su lado no es para enaltecernos en santo matrimonio, sino para satisfacer un deseo que desaparecerá en cuanto me haya poseído. ¿Cómo podría entregarme a un hombre así? No lo haría ni aunque compartiera nuestra Fe, menos aun si es un pagano que ni siquiera cree que haya nada malo en esa conducta.
El padre asintió, orgulloso del buen juicio de su hija. Como cristiano compartía aquella reflexión, aunque como padre creyó que debía advertir a su hija de las consecuencias del camino que decidía emprender, por mucho que fuera el correcto:
- Sabes que no aceptará una negativa. Tratará de doblegarte, y no sé hasta dónde será capaz de llegar con tal de conseguirlo. Si lo rechazas, sufrirás.
- También sufriré si lo acepto, porque entonces me estaría rechazando a mí misma y a Nuestro Señor Jesucristo. Sé que, ante la disyuntiva que se me presenta, en ambos caminos hay dolor. Pero en uno de ellos lo perderé todo, y en otro habré ganado mi alma.
- Sea. Le diré al patricio que rechazo su propuesta… y que Dios nos dé fuerzas para soportar la forma en que quiera vengarse por ello.
***
Tanto Dorotea como su padre habían supuesto bien al pensar que el prefecto procuraría desquitarse de aquella negativa a obtener lo que quería. Su venganza vino de forma sibilina, aunque no por ello menos peligrosa. Sabedor de la fama de pureza y castidad de Dorotea, y dado que estaba convencido de que tal actitud se debía a la profesión de la prohibida Fe cristiana, convocó a la joven para que se presentara ante un tribunal formado por los más respetables magistrados de Cesarea, y presidido por él mismo.
Al amanecer del día señalado, Dorotea se presentó junto a sus padres ante el tribunal. El helor era gélido, pues estaban en los últimos días de enero y Cesarea se encontraba cubierta por un manto de la nieve más pura. El frío hacía temblar a la joven cristiana, pero al mismo tiempo la reconfortaba: el blancor de la nieve recién caída, inmaculada antes de convertirse en barro, inundaba su corazón con una calidez que sobrepasaba el frío del aire.
Cuando se encontró ante el prefecto, Dorotea vio en él la mirada de un hombre dominado por sus pasiones hasta el punto del autoengaño, hasta creer que estaba justificado usar las leyes del Imperio para doblegar a una persona inocente para su propio beneficio. Era una persona peligrosa, como lo son todas las que carecen de frenos morales, pero la joven no se sintió intimidada por ello. También conocía el límite del poder de esa clase de personas. Por mucho que lo intentaran, nunca podrían doblegar el alma, porque la desconocían.
La pregunta la hizo Teófilo, uno de los magistrados del tribunal, un hombre de ánimo tan torvo como el del prefecto.
Tras confirmar su identidad, comenzó con el interrogatorio:
- Dorotea, se te ha convocado hoy aquí para que hagas los holocaustos debidos a los dioses de Roma, como ciudadana que eres del Imperio.
- No lo haré.
Dorotea no obvió la perversa sonrisa que se formó en el rostro del prefecto. No contaba con obtener la victoria tan pronto.
- ¿Por qué te niegas a adorar a tus dioses? – continuó Teófilo.
- No son mis dioses, y no les rendiré culto.
- Eres una ciudadana romana, y por tanto los dioses del Imperio son tus dioses. Rechazarlos significa rechazar a tu país y a tus soberanos, y es un delito de traición.
- Soy ciudadana romana, pero mi alma pertenece al Reino de los Cielos, cuyo rey es Jesucristo, en quien confío y a quien espero.
- ¿Te declaras, pues, cristiana?
- Lo soy.
Sapricio miró a los magistrados del tribunal. La confesión de la joven era clara, y ellos la habían escuchado con la misma claridad, por lo que se sentía legitimado para tomar la decisión que iba a tomar. Reclamando la palabra para sí, exclamó:
- Tú y los de tu abominable secta conocéis los edictos de nuestro augusto Emperador, Diocleciano. Sois una amenaza para el Imperio, y como tal amenaza debéis ser erradicados. Pero – dijo, tratando de camuflar su inquina bajo una capa de fingida magnanimidad – creo que tus ideas no representan una rebelión consciente contra Roma, sino un error de juicio provocado por tu juventud y tu naturaleza. Por lo tanto, no te mataré. Castigaré tu insolencia, tal como es mi deber, pero piensa que lo hago por tu bien, porque no quiero que persistas en un error que tanto daño te hace.
Mientras decía estas palabras, el prefecto estudiaba con detenimiento el rostro de Dorotea. Había tenido oportunidad de lidiar con muchos cristianos, pues eran cada vez más en Cesarea, y a muchos les había dado la oportunidad de abjurar de su Fe para salvar la vida. En la mayoría de los casos, sus caras habían dibujado terribles lienzos de horror, desesperación y vergüenza; en unos pocos, había encontrado sincero desafío. Pero nunca antes había visto tanta serenidad. Aunque no quisiera reconocerlo, ver a una mujer tan joven y tan segura de sí misma en aquellas circunstancias le producía una gran inquietud, como si ella supiera algo crucial que él desconocía. Había esperado encontrarse al mando de la situación, pero viendo la tranquilidad de Dorotea, no estaba tan seguro de que fuera así.
Esa tranquilidad no se quebró cuando la torturaron en el potro. Los gritos de sufrimiento que esperaban escuchar fueron oraciones y alabanzas al Santísimo. Alabanzas entrecortadas, doloridas, pero hermosas como la nieve que envolvía Cesarea.
***
Tras la tortura, el prefecto no permitió a Dorotea volver a la casa de sus padres, sino que la envió a curarse de sus heridas con dos hermanas, Crista y Calista, que habían apostatado de su Fe por temor a la tortura. Esperaba que su testimonio instara a la joven cristiana a seguir su ejemplo y renunciara ella también a sus creencias. Con suerte, eso la llevaría a reconsiderar la propuesta de matrimonio… y, aun en caso de no ser así, al menos conseguiría decir que había aplastado a los cristianos de Cesarea, no mediante la ejecución, sino mediante el sometimiento.
Las hermanas se afanaron en cuidar las heridas de Dorotea, y cuando pensaron que estaba suficientemente recuperada, le dijeron:
- Hermana, es preciso que recapacites, pues de lo contrario el prefecto te mandará matar.
- Si tal debe ser mi fin, estoy preparada para ello.
- No tiene por qué serlo – dijo la otra hermana -. Reflexiona, te lo ruego. ¿Por qué vas a renunciar a la oportunidad de tener una vida larga y hermosa? Hay muchas cosas bellas en este mundo por las que merece la pena vivir. No te apresures en buscar la muerte.
- No tengo la menor intención de buscar la muerte, creedme – argumentó Dorotea -. Pero tampoco pienso huir de ella.
- Sé que renunciar a Cristo es duro – insistió la mayor -. Nosotras tuvimos que hacerlo. Pero en nosotras puedes ver que las palabras del prefecto son sinceras: nos ha respetado la vida. No temas que te engañe.
Dorotea sonrió, y respondió:
- No es a eso a lo que temo.
Las hermanas se miraron entre ellas, y fue Calista quien preguntó:
- ¿A qué temes, pues?
- No me preocupa que el prefecto quiera engañarme. Me preocupa más engañarme a mí misma.
Miró por la ventana. La nieve seguía cubriendo la ciudad como un velo de singular inocencia, como si fuera un paño que pudiera borrar todas las faltas de sus habitantes.
- Sé que hay muchas cosas bellas en este mundo, y cuando miro a mi alrededor veo belleza. Me fijo en la devoción con que una madre peina los cabellos de su hija, y la infinita confianza con que ésta le devuelve la mirada. Observo el esfuerzo que hace un padre por dar de sí lo mejor que tiene, incluso lo que no tiene, para proteger a su familia. Sé que hay madres que abandonan a sus hijas y padres que maltratan a sus familias… nadie tiene que convencerme de la existencia del mal en este mundo. Pero también hay bondad, la belleza procede de esa bondad. Y eso sí que es sorprendente. ¿Por qué alguien sacrificaría su comodidad, su vigor, su vida misma por otra persona? ¿Por qué amamos?
Las hermanas escuchaban a Dorotea con expectación, casi con temor. Le habían abierto las puertas de su casa, pero a cambio ella estaba abriendo de par en par las puertas de sus almas, rompiendo las cerraduras que su miedo había puesto.
- Solo hallo respuesta en Cristo. No creo que pueda existir ninguna otra, pues nadie más que Él nos ha dicho con tanta claridad que el Amor es la fuerza más poderosa que existe. Y aquello en lo que creo cuando no tengo miedo, cuando nadie me intimida, es lo que realmente soy. Yo podría amoldar esas creencias para evitar un daño, pero no lo haría movida por mi voluntad, sino por la voluntad de quien me amenaza con tal daño. Eso también es una forma de morir. No debo temer a quienes solo pueden matar el cuerpo, pues el cuerpo morirá igual, por mucho que me empeñe en preservarlo. Nada garantiza que mi vida vaya a ser larga y carente de pesares, e incluso aunque así fuera, terminará de todos modos. Pero mi alma permanecerá. ¿Cómo podría acomodar mi alma imperecedera a los deseos de otra persona con tal de salvar un cuerpo perecedero?
Las palabras de la joven estaban produciendo una honda impresión en las hermanas. Dorotea tenía heridas en el cuerpo que ellas habían curado, pero ellas tenían heridas en el espíritu, heridas de miedo, vergüenza y remordimiento. Cuando escuchaban hablar a Dorotea, era como si un bálsamo estuviera curando esas heridas… y, como suele suceder en los momentos iniciales de aplicación del bálsamo, hacía que éstas les dolieran.
- Tienes razón – dijo la mayor, apenas conteniendo las lágrimas -. Nosotras hemos sacrificado nuestra Fe por miedo, hemos echado agua sobre el fuego que nos abrasaba las entrañas porque su resplandor molestaba a los poderosos.
- Y ahora estamos vacías – dijo la menor -. Estamos vacías, y esa llama se ha perdido, y no sabemos si volverá.
- ¿Creéis que el Amor de Dios puede morir por tan poca cosa? Tres veces renegó de Él San Pedro, y Él lo perdonó y lo mantuvo al frente de Su Iglesia. Vosotras no habéis abandonado a Dios, pues vuestro rechazo fue por miedo, no por vuestra libre voluntad. Y aunque así hubiera sido, si la voluntad libre os hubiera alejado de Él, de la misma forma os puede llevar de vuelta. Él os sigue esperando, Él siempre os esperará.
Las hermanas prorrumpieron finalmente en llanto, pero había consuelo y determinación en sus lágrimas. Las tres se dieron la mano, y supieron, sin intercambiar palabras, lo que iban a hacer.
***
Sapricio se frotó las cejas mientras sentía que una profunda ira se apoderaba de él. Esa ira, bien lo sabía, estaba motivada por el miedo: el plan de mandar a Dorotea con las hermanas apóstatas no había sido tan astuto como él había creído, y en lugar de acabar con una cristiana, había creado dos a las que ya había conseguido amenazar para que apostataran. Si la noticia de semejante fiasco llegaba a oídos equivocados, su propio cargo como prefecto de Cesarea estaría en peligro. Se suponía que estaba al mando de la ciudad para terminar con los cristianos, no para multiplicarlos.
- Quizá mi magnanimidad al perdonaros la vida os haya confundido – dijo a las hermanas con un tono de voz que parecía un volcán entrando en erupción -. Quizá creísteis que podríais jugar conmigo cambiando vuestra palabra según el humor con el que os despertarais. Pero este error de juicio os va a costar la vida.
Las hermanas, que comparecían ante el tribunal con las manos unidas a las de Dorotea, respondieron:
- Sea. Es preferible morir en el Amor de Cristo que vivir en tu odio.
Los verdugos se llevaron a las hermanas, y entonces Teófilo, en representación del tribunal, le dijo a Dorotea:
- Conoces bien nuestras leyes, y sabías lo que te sucedería si te obstinabas en seguir profesando la religión de Cristo. El prefecto fue benigno contigo y te dio la oportunidad de retractarte, pero no solo no lo has hecho, sino que has atraído a dos ciudadanas romanas a tu mismo error. El único desenlace posible de esta situación, bien lo sabes, es la muerte.
Dorotea asintió, pero antes de que pudiera decir nada intervino de nuevo Sapricio, quien, furibundo, exclamó:
- Pero, antes de morir, sufrirás. Quebraré tu belleza y te convertiré en un despojo a quien nadie podrá ni querrá ver. El último recuerdo que tus padres y amigos tendrán de ti no será el de la joven hermosa que has sido, sino el de la abominación que en realidad eres.
- Tú, que me quisiste como esposa, podrás quebrar mi belleza ante los hombres. Pero no la romperás ante los ojos de Cristo, el esposo al que amo y en cuyo Paraíso me recibirá cuando me mates.
Sin mediar más palabra, los soldados se la llevaron al potro de tortura. Al pasar por delante del tribunal, Teófilo le dijo, en tono jocoso:
- ¡Mándame rosas desde el Paraíso de tu Amado!
Ella sonrió dulcemente y le dijo:
- Te enviaré las rosas que me has pedido.
Los verdugos, que acababan de ejecutar a las hermanas Crista y Calista, se afanaron con violenta dedicación en la tarea de torturar a la joven. Siguiendo la orden del prefecto, golpearon con saña su rostro hasta que lo convirtieron en un guiñapo sanguinolento y abotargado, hasta que nadie hubiera podido creer que aquella faz hubiera sido antes de las más bellas de Cesarea. Dorotea resistió el tormento con admirable valor, hasta que los verdugos cesaron en su tortura y se prepararon para decapitarla.
Mientras esto sucedía, Teófilo sentía desasosiego. En particular, su última burla a la joven le había parecido innecesaria. En todo el proceso había tratado de acallar los reparos de su alma diciéndose que simplemente estaba cumpliendo con las leyes del Imperio, y que el prefecto, cuyo aprecio le era valioso, le recompensaría por su dedicación. Por eso había dedicado esas palabras a Dorotea, buscando secretamente la aprobación de Sapricio. Pero algo bullía en su interior, algo que le decía que el camino que estaba siguiendo era mucho más oscuro de lo que había pensado.
Se hallaba tan sumergido en tales reflexiones, que apenas reparó en la presencia de un niño que había llegado hasta él. El niño lo llamó varias veces por su nombre, hasta que finalmente Teófilo respondió, de mala manera:
El niño, con candor infinito, le respondió:
- Dorotea me ha dicho que te dé esto.
Y dejó sobre la mesa del tribunal tres manzanas y tres rosas. Teófilo quedó sorprendido, sin saber qué decir ni qué hacer. Un relámpago de comprensión cruzó su mente, comenzó a temblar y buscó con la mirada a Dorotea… sus ojos se encontraron en la distancia, y el hacha del verdugo cayó sobre ella, cercenando su cabeza.
***
- ¿Qué hemos hecho? Oh Dios mío, oh Dios mío… ¿qué hemos hecho?
- ¿Qué sucede, Teófilo? – preguntó el prefecto, preocupado.
El jurista le enseñó las manzanas y las rosas, sin poder dejar de temblar.
- Le pedí que me enviara rosas desde el Paraíso. Solo pretendía… – sus palabras se quebraron en un lastimoso llanto, hasta que finalmente pudo decir – solo pretendía burlarme de ella, pero me las ha enviado. Me las ha enviado. Dios mío, Dios mío, me ha enviado las rosas…
El prefecto lo miró con cara de no entender nada, y con una incomodidad creciente.
- Vamos, Teófilo, creo que estás exagerando, o bajo algún tipo de extraño embrujo. ¡Cualquiera diría que es la primera vez que ves unas rosas!
Dijo la última frase con cierto tono jocoso, como si tratara de conjurar un mal espíritu, pero no tuvieron el efecto que deseaba. Teófilo lo miró directamente a los ojos, y eran los ojos de un hombre cuya alma se abrasaba en un dolor desconocido.
- ¡Claro que es la primera vez que veo rosas! Dime, ¿cuántas rosas has visto en febrero en Capadocia? A decenas de leguas a la redonda no hay más que nieve y hielo. Pasarán semanas hasta que las primeras flores se atrevan a nacer, y sin embargo aquí hay tres. Sé muy bien de dónde han venido, y no es de estos campos. Todos sabemos de dónde han venido.
De nuevo tuvo que ceder al sollozo, y se ocultó el rostro con las manos, aunque todos podían ver cómo su cuerpo se encogía por el dolor y la vergüenza. Uno de los magistrados, creyendo que le aquejaba algún mal del cuerpo o de la mente, le preguntó:
- ¿Te encuentras bien, Teófilo?
Éste levantó su cara de las manos, se puso en pie y gritó, con el rostro desencajado:
- ¡Por supuesto que no! ¿No ves lo que acabamos de hacer aquí? ¿No ves la hermosa flor que hemos aplastado por nuestra lujuria y nuestra maldad? ¿Qué derecho teníamos a hacer algo así? ¿En qué momento creímos ser dueños de su corazón como para exigirle que se doblegara a nuestros torpes deseos?
- Ha desobedecido nuestras leyes, Teófilo, y debía morir por ello. Le dimos varias oportunidades para arrepentirse, y permaneció obstinada en su desafío.
- ¡No! No la hemos matado porque desobedeciera nuestras leyes, sino porque teníamos miedo. Con nuestras leyes mandamos a las mujeres a los lupanares, las obligamos a practicar la prostitución, rompemos toda la belleza que hay en ellas para satisfacer nuestros impulsos más bajos. Pero si ella nos desafió es porque sabía algo que nosotros queremos olvidar. Ella sabía que su alma guardaba un tesoro que debía proteger a toda costa, porque es más hermoso que todas las cosas que puede ofrecerle este mundo. Y nosotros la hemos matado porque su pureza nos recordaba nuestra ignominia y nuestra bajeza. La hemos matado porque no soportamos ver el rostro de Dios.
Las últimas palabras cayeron como un trueno en medio del tribunal. Los magistrados callaron, incapaces de comprender qué locura se había apoderado de su compañero, y por qué estaba tan dispuesto a morir. Pero Sapricio, al que de forma especial iba dirigida la acusación de Teófilo, se mostraba más poseído por la ira que por el estupor. Con tono amenazador, siseando, le dijo:
- Si tantas ganas tienes de verlo, puedes seguir los pasos de Dorotea.
La expresión del rostro de Teófilo mutó, y del dolor pasó a una profunda serenidad, que algunos pensaron que en realidad era alegría. Sonriendo, con un tono de voz infinitamente más calmado, respondió:
- Estas rosas han venido de algún sitio. Alguien me las ha enviado, alguien que, pese a la inmundicia en que se pudre mi espíritu, me ama. Claro que quiero verlo. ¿Crees que prefiero quedarme aquí, terminar de encerrar mi alma en la cárcel de mi hedonismo, renunciar a aquella parte de mí que podría llegar algún día a ser tan hermosa como ha sido ella? No, ya no puedo hacer eso, Sapricio. Tú le pediste que se entregara a ti, y cuando ella se negó, la mataste. Yo le he pedido que me enviara unas rosas… y aquí están. Iré sin miedo al lugar donde está, porque sé que me ha perdonado. La sangre que derrame servirá para limpiar mi pecado y presentarme limpio ante ella.
El prefecto no dudó en cumplir su amenaza y mató también a Teófilo, quien siguió el camino que, sembrado de rosas, le llevaba hasta Dios.
NOTA DEL AUTOR
He procurado describir el martirio de Santa Dorotea tal como la tradición hagiográfica nos cuenta que sucedió. Al margen de los diálogos, que he tenido que imaginar, en lo demás he procurado respetar esta tradición, especialmente en lo que se refiere a la burla y posterior conversión de Teófilo, motivo por el cual Santa Dorotea es habitualmente representada con unas rosas. La idea de que el prefecto pagano de la ciudad quería casarse con Santa Dorotea solo la he encontrado en la Leyenda Dorada de Santiago de la Vorágine, pero me parece plausible dada la naturaleza de la tortura a la que fue sometida y, en cualquier caso, no afecta de forma sustancial al testimonio dado por la mártir.
El relato ha sido revisado por don Casimiro Jiménez Mejía, capellán del colegio Tajamar, para verificar que no incluye nada contrario a la doctrina de la Iglesia Católica.